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Venezuela
10 min read

El país de los espejos rotos

Credits Texto: Fedosy Santaella January 22 2019

En el apartamento vacío entra una luz que ya nadie mira y que juega sin testigos con las paredes y los pocos muebles que restan. Alguna vez tuvo la risa de dos niños, el calor de un padre y una madre, los pasos inquietos de un perrito faldero. Hace un año los cinco dejaron la casa en ruta a otro país.

Un cuarto, por igual vacío, del hijo que se fue. La madre entra todos los días y limpia en concentrado, triste silencio, pensando en su muchacho que dejó incluso sus estudios y que ahora es mesero y pinta casas los fines de semana en una fría ciudad de los Estados Unidos.

Este otro cuarto era de un chico que ya no pisa la tierra. Lo mataron los guardias nacionales en una marcha de 2017. Fueron perdigones, fueron balas; no se sabe. Los padres apenas pudieron ver el cadáver, de lejos. La prensa nunca pudo saber nada.

Y en este otro dormía un doctor. No pudo seguir viendo cómo sufrían sus pacientes, cómo no hay medicinas, cómo sus amigos, otros doctores, iban dejando el país. Él no quería irse, pero era demasiado doloroso quedarse. Su esposa ahora duerme en el sofá de la sala. Sus dos hijos pequeños todavía preguntan a dónde se ha ido papá.

Otro apartamento, una señora mayor. Madre sola, abuela sola. Ella, como muchos ancianos que no se han ido del país, se esconde en su casa. Abuelos, abuelas, rodeados de un silencio que sofoca. La abuela ha dicho, «Esta es mi casa, siempre ha sido mi casa, no me la van a quitar, no me voy». Durante el día sale a la calle, y camina encorvada hacia las filas de los mercados, hacia las filas de los bancos a cobrar su paupérrima pensión. Ya ni un café se puede tomar, no le alcanza el dinero para pagar tan sólo medio kilo del peor café del mundo. Alguna vez tuvo una vida. Todos los días se pregunta cómo todo aquello ya no está. Vivir tanto, esforzarse tanto para terminar en ese olvido, en esa opacidad, perdida en el laberinto de los espejos rotos, deambulado por las esquinas, con temor.

El miedo traspasa paredes. A otra anciana la sorprendieron en su cama, una noche. La atacaron con unas tijeras. Por la cabeza. ¿Qué tanto pueden llevarse del apartamento de una anciana? Su vida, apenas.

En una casa de una finca del interior, hirieron a cuchilladas al hijo, y al padre lo desnudaron y los ataron con alambre de púa a una silla. Le preguntaban una y otra vez donde escondía el dinero, que con seguridad él tenía dinero guardado, que dónde estaba. Su hijo agonizaba al lado, se desangraba. Murió allí, en el suelo; el padre no pudo hacer nada. El último acto de maldad de los delincuentes: dejar vivo al padre, en estado grave, pero vivo. Tendrá para siempre el recuerdo de su hijo agonizante y luego muerto, junto a él.

Pero también existe un sitio con siete cuartos siempre ocupados. Lo llaman La tumba. A cinco, seis pisos bajo tierra. Dicen que es frío, dicen que a los que caen en aquellas celdas no los dejan dormir durante semanas, incluso meses. Las paredes son blancas, no hay ventanas. Las camas son de cemento, sin colchones. No hay visitas, no hay luz del sol, no hay tiempo, pero sí cámaras y micrófonos. Sólo se oye el sonido del metro, en alguna parte, sobre las cabezas. Al cabo, los encarcelados empiezan a mostrar los síntomas del horror. Diarreas, vómitos, fiebre alta, alucinaciones de espejos rotos sobre espejos rotos sobre espejos rotos.

Pasa un camión de basura, se dirige a aquel supermercado de estantes casi vacíos o con productos a precios inalcanzables. En una esquina aguardan siluetas de mujeres, niños, hombres jóvenes. Corren ahora detrás del camión que llega al traspatio del supermercado. Los empleados comienzan a sacar las bolsas. Ya no las dejan en los contenedores de basura, sino que las llevan afuera justo a la llegada del camión. Eso desde hace unos meses atrás, después de que el número de personas que rodeaba los contenedores del supermercado se hizo inmanejable. Ahora, cuando arrojan las bolsas al camión, llega la gente y se lanza sobre la boca metálica. Meten sus manos, sus brazos, la mitad de su cuerpo para capturar algo. Frutas y verduras descompuestas en su mayoría y pellejos de carne y pollo de la carnicería, cuando la carne y el pollo llegan. Los del camión no bajan la compuerta metálica hasta que pasa la turbamulta hambrienta. Los del camión, vale decir, también tienen hambre. No hay pan en las panaderías, no hay carne en las carnicerías. Ya los nombres de los negocios han perdido sus significados. Todo ahora lleva el sello del hambre. Hay quienes están matando perros callejeros. Los matan, se los llevan a las cañadas, los despellejan, los pican, los cocinan, se los comen. El hambre tiene cara de perro. Y el miedo la acompaña.

El miedo de día, el miedo de noche. Hay zonas residenciales donde ya a los ocho las avenidas y las calles están desiertas, los negocios (¿de qué?) cerrados. Los osados que salen a los bares se mantienen en ellos hasta las seis de la mañana, cuando ya el día comienza a clarear, y entonces es cuando se atreven a volver a sus casas, y todavía bajo riesgo.

En la autopista, el tráfico se tranca de golpe. Algo ha pasado allá adelante. Al cabo de unos segundos, un hombre y un chico de unos trece años cruzan el canal congestionado. Se suben a la isla y allí se quedan, divisando hacia donde debe estar la causa del inicio de la tranca. El hombre viste un pantalón jean desgastado y una franela marrón, rota, sucia. El niño lleva unos pantaloncitos deportivos también desaliñados que le llegan hasta las rodillas y una franela sin mangas demasiado grande. El hombre usa zapatos deportivos rotos, el niño chancletas. Ambos, eso sí, empuñan sendas pistolas. Entre los carros comienzan a circular personas también con apariencia desoladora. Niños, mujeres, hombres. La mayoría lleva palos y lo que parecen pedazos de escombros. Al otro lado de la vía pasa, en dirección contraria, un camión de la guardia nacional. Va a toda velocidad, lleno de efectivos. Allá adelante comienzan a escucharse tiros, gritos, imprecaciones, un frenazo. En el inicio de la tranca, resguardados por la isla, un grupo dispara y lanza piedras y escombros hacia los guardias. Son pocas las armas de fuego, pero son. Una fila de guardias protege a otros que, desde atrás, aguardan con escopetas en mano. En cualquier momento detonarán quizás perdigones, quizás lacrimógenas, y entonces aquella coreografía letal avanzará hacia los de la isla para terminar de una vez por todas con el baturrillo distópico y grotesco. Los de este lado resguardan algo que sin duda resulta muy preciado: un camión cava que lleva carne y yace volteado del lado del atasco. Las puertas de la cava están abiertas. El transporte pertenece a la guardia, transportaba la carne de los oficiales de alto rango. Las personas, sobre todo niños y mujeres, se meten y sacan piezas enteras de ganado desollado y las dejan sobre el asfalto para que otros, hombres más jóvenes, mujeres e incluso niños tajen a toda prisa. Así agarran los trozos y corren en dirección a la montaña y se pierden hacia una barranca donde, al fondo, se asienta una barriada de cartón y zinc. En los últimos tiempos, los saqueos a los camiones de comida se han vueltos frecuentes, y en ninguna ocasión el gobierno ha hecho nada para impedirlos. Pero ya se sabe, el hambre de los generales siempre es prioritaria.

El tiroteo va bajando de intensidad, se van acabando las balas. Sin embargo, los hombres siguen arrojando piedras y escombros. Ahora suenan detonaciones provenientes del lugar de los guardias. El espacio se llena de humo y de un olor agrio que se afinca como fuego en los ojos y las fosas nasales. Algunas puertas se abren, los pasajeros se derrotan contra el piso o corren hacia atrás. Al fondo, unos quince metros más allá, aún huele a bomba lacrimógena, pero el efecto ya no es tan intenso. Los que viene llegando gritan a los del sitio que sigan, que huyan, que los van a matar, que sigan. Todos corren, y la mayoría termina al otro lado de una curva pronunciada, sobre el hombrillo, bajo la sombra de unos árboles. Hay gente desmayada, niños que no paran de llorar. Se escuchan detonaciones lejanas.

Transcurre cerca de una hora, la calma ha vuelto y la gente comienza a regresar a sus carros. Al cabo de unos minutos, el tráfico se mueve. Allá donde se volteó la cava de carne queda una alcabala de la guardia nacional. No hay rastros del camión ni de los saqueadores. Sólo guardias armados, palos, escombros y manchas de sangre, sangre que posiblemente sea de la carne que iba en la cava, pero quién sabe.

En otra carretera, cerca de la frontera, largas filas de desplazados. Sí, de desplazados, porque el hambre y el miedo son una forma de la guerra. Van a pie, madres con sus niños en brazos. Duermen a un lado del camino. En ocasiones les llueve, y el mundo es un pantano violento que gira y se sale de sus bordes, convertido en oscuridad que todo se lo traga. El frío les muerde las piernas, el pavimento les lame con fuego los zapatos, que se van gastando. Y ya la piel no es piel, sino ardor, carne viva. Allá va aquella fila. En alguna parte suena un río. De vez en cuando una ilusión de belleza, aquel sonido de río que los acompaña, abajo, y que a veces se aleja y vuelve con ellos, como una mascota fiel que se adelanta y siempre retorna.

El país, un espejo fragmentado, roto y contenido de otros espejos también fragmentados y rotos. Lugares incompletos, gente incompleta. Gente despedazada que anda despedazada, gente como espejos rotos. Gente rota, país roto.

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Fedosy Santaella (Puerto Cabello, Venezuela, 1970) es escritor y profesor universitario, licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Autor de diversos libros de relatos, cuentos para niños y novelas como Los nombres y El dedo de David Lynch. Su trabajo ha sido reconocido con la Bienal internacional José Rafael Pocaterra en Narrativa, el concurso de cuentos de El Nacional, fue finalista del Premio de Novela Herralde y recibió el premio internacional Novela Corta Ciudad de Barbastro, España.

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