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Venezuela
13 min read

Escenas baratonas

Credits Texto: Margarita Arribas Zamora January 22 2019

20 litros
Agosto 18, 2018

Sábado, 4 de la tarde. Día siguiente de los últimos anuncios económicos. Maracaibo.

Estoy en busca de pan. O de algo, lo que sea que pueda comprar y almacenar. Consigo poco o nada. Enfilo hacia una panadería ubicada en plena avenida Ziruma. Está cerrada. Han puesto un mensaje en un papel pegado a la santamaría, pero no me molesto en leerlo. Sigo viaje. Entonces veo la cola de la gasolina de la bomba frente al rectorado viejo. Está corta. Calculo unos ocho carros por delante hasta la entrada. Tengo medio tanque lleno, pero me preocupa el medio vacío, así que decido quedarme. Hay un sol recalcitrante; el aire acondicionado trata de darle pelea. Al estar sin moverme, puedo fijarme en los alrededores: todo está derruido, todo es basura, todo está cerrado. Por el canal contrario avanza en mi dirección una chirrinchera con el culo casi rozando el pavimento. No solo está desbordada de gente en el cajón; encima del techo está llena de bultos y, entre los bultos, más “pasajeros”. La chirrinchera trata de evitar un hueco y veo como todo —bultos, gente, camioneta— se escora hacia la derecha, sin que el conductor desacelere. Pasa zumbando a mi lado.

La cola camina con la pereza de la tarde y la insolación. Al avanzar lo suficiente como para ver lo que pasa en la estación de servicio, entiendo la tardanza. Dentro hay un enjambre de carros que no he visto en la cola, todos en edad de tener nietos. Son malibús tipo lanchón, eletedés, fairlanes, impalas, caprices… Una flota oxidada de carros cuyas puertas no cierran; cuyos maleteros tienen un hueco del que sale una cuerda donde debería haber cerradura; cuyos retrovisores son espejitos de polveras pegados con pegaloca. Carros sin placas, remendados mil veces. Carros que dan tétanos nada más verlos. Carros con cocuyos que nos dicen que son —quizás que han sido— carritos por puesto. A mis ojos, están atravesados de cualquier forma. Pero me voy dando cuenta de que componen una complicada coreografía dirigida por los gritos de los bomberos y quienes abren y cierran los portones secundarios por donde entran. Entonces, me fijo en el otro enjambre: los hombres, muchos hombres entre los carros dentro de la bomba. La mayoría está sin camisa. Otros llevan la franela enrollada por encima de la barriga. Algunos están descalzos. Otros arrastran chanclas. Varios grupos se apiñan en torno a los surtidores de gasolina con amarillentas botellas de plástico vacías. Están justo al lado de carteles escritos a mano que dicen: “Prohibido llenar envases”.

Parte de los carros tetánicos esperan que alguna isla se vacíe y entran de retroceso, antes que avance el carro al que le toca en la cola. Observo bien entonces a los bomberos y pienso que no tienen pinta de serlo; es más, no me consta que los que creo empleados de la gasolinera lo sean en realidad. Ninguno tiene ni rastros de un uniforme, todos llevan bolsos terciados y rara vez tocan el surtidor: todo lo hacen los propios choferes de las llagas automotoras, que gritan y manotean, se bajan descalzos de los carros y meten y sacan las mangueras de los surtidores sin intermediario alguno. El carro delante de mí —una camioneta doble cabina con dos tapas para depósito de gasolina en su lado izquierdo— finalmente se pone en la isla y veo con terror que se baja el conductor dejando la camioneta encendida. Espera a que se active el surtidor —todavía tenemos el bendito chip de la gasolina— y entonces deja escapar un chorro por el pico antes de introducirlo en varias de las botellas que le acercan los moscardones que rodean el lugar. Llena varios botellones y luego pone el pico en el primero de sus tanques. A mi lado, el único bombero con franela que lo identifica, ocupado en controlar en el portón el acceso de sus bachaquerosal lugar, vocifera sin mucho énfasis que tengan cuidado, que vamos a terminar todos volando por los aires, que así tampoco es. El de la camioneta se monta de nuevo antes de terminar de llenar el primer tanque y pone el retroceso con la manguera conectada a su vehículo. Por alguna razón, echa para atrás un poco, se cuadra mejor. Se vuelve a bajar con el motor encendido y entonces saca de nuevo el pico, vuelve a dejar caer un chorro, llena otras botellas que le pasan miembros de la corte que lo rodea, y luego mete el pico en el segundo tanque.

Pienso que vamos a volar todos, en efecto. Otro carro se atraviesa y trata de meterse en la isla de al lado, y entonces el bombero le reclama airado y le dice que la dama lleva ya mucho tiempo esperando, que ya va. Me doy cuenta en ese momento de que la dama soy yo. Es más, soy la única mujer en aquel maremágnum. Seguramente estoy allí por desinformada.

Finalmente llega mi turno. Temo bajarme del carro a poner la gasolina, porque además nunca he entendido el funcionamiento del chip. Pego un grito a ver si me atienden. Un muchacho que trae un fajo de billetes en la mano por fin se acerca y pone a llenar mi tanque. Soy la rara que apaga el carro mientras llena el tanque. Termina y me grita que me mueva, sin siquiera hacer amago de cobrarme. Salgo de allí tan pronto como puedo. Tengo miedo.

Viernes
Mayo 27, 2016

I
Media mañana, en un banco. Hay mucha gente. Estoy esperando mi turno. Cuando finalmente sale mi número, me acerco a la taquilla, donde el cliente anterior, un hombre mayor, aún no se retira y está hecho un demonio con el cajero, un muchacho muy joven de pelo engominado.
Cliente: (Encorvado y ladeado, tratando de hacerse escuchar por la ranura por donde el cajero suele deslizar los billetes y las libretas de ahorro) O sea que, según tú, yo tengo que saber que en esta vaina nada más tienen billetes de diez y que me van a pagar con veinte kilos de billetes, ¿no? O sea, según tú, esto es mi culpa… (Ante la impasibilidad del muchacho, se voltea hacia los clientes y se retira manoteando) No, hombre, chico. ¿Cómo me voy a llevar eso?
Cajero: (Haciendo señas de que me acerque, y refiriéndose al cliente que se acaba de retirar) Va pues, este sí es loco. ¡Que dizque nosotros le tenemos que dar una bolsa para los billetes! Lo que está es loco… Todo el mundo sabe que tiene que venir preparado.

II
Un rato después, en una farmacia. Estoy en la cola para pagar el único medicamento disponible de los cuatro que estoy buscando. Delante de mí, una mujer en sus treinta está pagando y descubre, detrás de la cajera, en unas repisas de exhibición, leche condensada en venta.
Cliente: (Señalando las cajitas de leche condensada) ¿Cuántas leches condensadas me puedo llevar?
Cajera: Dos por persona.
La cliente se voltea y busca entre la clientela algún rostro conocido. Finalmente, posa su mirada en mí.
Cliente: Perdone, ¿usted va a llevar leche condensada?
Yo: No.
Cliente: Ay, señora, ¿usted podría comprarme dos? Es que, de verdad, ya me había resignado, pero aquí veo que hay… Yo le doy el efectivo completico.
Yo: No hay problema.
Termina de pagar y se queda a mi lado para salir conmigo de la farmacia, pues hay que mostrar las bolsas con la compra y las facturas en la puerta. Saca su monedero y cuenta sobre el mostrador los quince billetes de cien que me va a entregar. Detrás de nosotras en la cola, hay un señor que no ha perdido detalle de nuestra operación.
Hombre: ¿Billetes de cien? Eso vale más que las latas de leche condensada.(Dirigiéndose a la cliente que me pidió el favor) Señora, ¿no quiere que yo le compre otras dos laticas?

III
Me detengo en una tienda que vende exclusivamente pollo. Bajo del carro y me acerco a la puerta, que está abierta. Apoyado en el quicio, de brazos cruzados, está un muchacho con una franela que tiene el logo de la tienda bordado. No se mueve al ver que me acerco. Se limita a mirarme.
Muchacho: (Con inmenso fastidio) Señora, no hay nada, nadita. Y tampoco hay luz.

IV
Salida peatonal del centro comercial Costa Verde hacia Bella Vista. Nada más atravesar la puerta de vidrio, se me encima un muchacho que no debe llegar a los dieciocho años. Lleva en su mano una lata grande con una ranura, a modo de hucha, y la agita con bríos. La lata está forrada con un papel que dice “Tercer potazo profondos…”, y no alcanzo a leer nada más. Veo que hay otros dos muchachos en lo mismo, abordando a otros peatones.
Muchacho: (Animoso y hablando muy rápido, camina a mi lado) Buenos días, señora. Me gusta su estilo. ¿No puede colaborar con nosotros para un viaje de estudios?… (No digo nada, mientras sigo caminando con él y su pote al lado) Tenemos punto… Aceptamos transferencias… Aceptamos dólares… Aceptamos pollo… Señora bonita, los piropos son gratis, pero los viajes no… Aceptamos Visa y Mastercard… Nos conformamos con veinte bolos… (Ya vencido, deteníendose mientras yo prosigo, pero sin perder el humor) Está bien, pero después no se quejen si caigo en las drogas.

Compartimientos
Mayo 11, 2015

Cubículo de una estética. La iluminación es lúgubre. La camilla donde yazgo boca abajo está cubierta por una sábana rosada de algodón basto. La masajista trabaja sobre los doloridos músculos de mi cuello y hombros. El hilo musical ofrece una versión instrumental de los éxitos de ABBA. Está terminando Dancing Queen. A través de la tabiquería, empieza a colarse un murmullo. Poco a poco, el murmullo cobra un patrón, una cadencia, y se va revelando como lo que es: un quejido, un llanto opaco. No digo nada. La masajista tampoco. Empieza Mamma Mia! El llanto va tornándose cada vez más cavernoso, y se hace imposible de ignorar. Sin embargo, la masajista no deja de amasar mis hombros. El hilo musical sigue festivo. La mujer que llora sola en el cubículo contiguo —porque es una mujer, y solo a ella se le escucha— apenas interrumpe el quejido cuando jadea y deja escapar su tembloroso aliento. En una de esas interrupciones, dice dos palabras ininteligibles con un susurro. La masajista detiene un instante su tarea. Tiene entre sus dedos dos pellizcos de piel y aprieta más de la cuenta. Levanto levemente la cabeza para liberar la oreja derecha. Desaparece el llanto. Mama Mia! es todo lo que se escucha. Recuesto la cabeza de nuevo. La masajista prosigue. Terminará el masaje en silencio con The Winner Takes It All. Sus manos huelen a mentol.

Sospecha
Enero 21, 2015

Miércoles, 9 de la mañana. Un hombre saca unas bolsas del maletero de un carro estacionado frente a una oficina. Está tan absorto que no me ve venir caminando por la acera, cargada también con mi abultada bolsa de compra llena de frutas y verduras. Cuando se percata de mi presencia, ya estoy cerca. De un golpe cierra la maleta, se guarda las llaves en el pantalón y me clava los ojos mientras sigo avanzando. Algo ve en mí que lo tranquiliza; vuelve a abrir la maleta para continuar descargando sus víveres. Cuando ya estoy muy cerca de él, siento una moto a mis espaldas. Pego un respingo, cruzo mi bolsa de compras sobre el pecho y me volteo. Dos muchachos estacionan justo al lado de nosotros y, conversando entre ellos mientras se quitan los cascos, sin prestarnos atención, se apean de la moto y entran a la oficina. El hombre ha dejado de sacar cosas del carro y me está mirando de nuevo.
Hombre: (Negando con la cabeza) Esta vez no fue.

No hay
Mayo 8, 2013

Miércoles, cerca de las nueve de la mañana, supermercado De Cándido de Santa Rita. En el interior hay ese ambiente enrarecido urdido por las colas que van formando quienes esperan que de los depósitos saquen algún producto escaso (margarina, pasta de dientes, papel higiénico, pollo…); las miradas de reojo al carrito del vecino, a ver qué consiguió; los anaqueles arrasados; el apuro de los clientes por terminar de llenar el carrito y pagar antes de que aparezcan los bachaqueros y las colas de las cajas se traduzcan en ausentismo laboral inevitable. Detrás de mí, en la cola para pagar, una mujer joven, más bien una muchacha, sostiene entre sus brazos dos paquetes de papel higiénico, dos latas de atún, una bolsa de avena. Le digo que ponga en mi carrito su escasa compra mientras esperamos el lento avance de la cola. Me lo agradece y lo hace. Unos minutos después, la veo silenciosa y mordisqueándose una uña, con los ojos anegados y el rostro congestionado por el esfuerzo de contenerse. Me mira con aires de derrota y furia.
Muchacha: (Limpiándose a manotazos los ojos, sin que yo le pregunte nada) Llevo tres días sin poder trabajar, de aquí pa’ allá, y busca por aquí y busca por allá, que los pañales, que las compotas, que el Cerelac, que la leche… Tres días. Por allá por La Limpia, por donde yo vivo, me querían vender el Cerelac a ciento cincuenta bolívares. ¡Están locos! Pero no se consigue, no se consigue nada. Y ahora tengo que ir pa’ la farmacia, quizás qué encuentro.


Margarita Arribas Zamora nació en Caracas. Vive en Maracaibo. Es poeta, narradora, periodista y editora. Se desempeñó como profesora de Redacción periodística en la Universidad del Zulia hasta su reciente jubilación. Su blog Escenas baratonas ha renovado el costumbrismo venezolano, género visitado por notables autores en cada generación de este país.

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