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Linguistic rights
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¿Cómo romper el hielo del silencio?

¿Hasta dónde pueden llegar nuestras palabras? Se pregunta la autora Simona Škrabec en este ensayo sobre la importancia de las pequeñas, marginales, e "invisibles" lenguas. Con punto de partida en una conferencia de tres días en Chiapas sobre los derechos lingüísticos con escritores indígenas de todo el mundo, nos lleva a un viaje de pensamiento serpenteante sobre los idiomas, su uso como activismo político, como resistencia, como la voz de una conciencia colectiva y unos idiomas que son silenciosos.

Credits Text: Simona Škrabec October 29 2019

(…)
Cuando el alción, pájaro de hielo, se sumerge,
zumba el segundo:
Lo que estaba de tu parte
en cada una de las orillas,
pasa
segado a otra imagen.
Paul Celan[1]

En el avión que me trae a Europa desde México leo Rejas de lengua de Paul Celan en la traducción catalana de Arnau Pons. Me quedo clavada en la primera página, con un escalofrío. Sólo unas horas antes me había despedido de los participantes de un encuentro literario en Chiapas. Entre aquellos cálidos abrazos latinos había entablado una breve, apresada conversación con Cicerón Aguilar. El músico fue uno de los impulsores de la maravillosa iniciativa de reunir en San Cristóbal de las Casas un grupo nutrido de escritores en lenguas indígenas, y estudiosos que, como yo misma, simplemente amamos la diversidad lingüística. Con Aguilar hablábamos que Nambue — es el título de su disco del 2010 — significa en la lengua oto-mangue — también llamada chiapanenca — “originario del río”. Y el apellido de su abuela era Nuricumbo que significa “pájaro de rio”, un pájaro de agua que pesca precipitándose desde las alturas.

Paul Celan hace aparecer la figura del Eissvogelen una secuencia de versos estremecedora que Pons traduce al catalán: [...] “Quan l’alció, ocell de glaç, es/capbussa, el segon brunzina: //Allò que et va fer costat/a cadascuna de les vores, segat/ara entra en una altra imatge.”Leo esos versos ásperos y yo también me zambullo como un pájaro acuático hacia una dimensión que es difícil de transmitir. “Vodomec”, el nombre esloveno de este mismo pájaro — y que en catalán conocemos también como “blauet” por el color azul intenso de sus alas —, fue durante años la contraseña de mis cuentas digitales. ¿Por qué? Apenas en aquel momento y gracias a Celan me di cuenta de que había atribuido al pájaro el poder de aquella frase de Franz Kafka que dice que la escritura tiene que ser como un hacha que rompe el hielo de nuestros corazones.

En la penumbra de la cabina de un Boeing gigantesco, en medio del Atlántico, todas estas imágenes, vistas y sentidas en momentos tan diferentes, concuerdan y dicen lo mismo. De golpe tenía claro de dónde proviene mi fe, que sí es necesario escribir a pesar del esfuerzo tan intenso que hay que invertir en la comprensión de todo aquello que hemos vivido.

La lengua, como dicen con precisión Kafka y Celan, en los momentos decisivos se congela y se convierte en la voz de una sola conciencia colectiva sin fisuras. Para preservar los vínculos rígidos entre la estructura y el contenido, la lengua se vuelve opaca e inmóvil — si la comunidad se siente amenazada, se constituye como un todo indivisible. Entonces, un individuo no puede cambiar nada. El mundo de las palabras petrificadas es un mundo gélido. Kafka y Celan nos han legado un testigo imborrable de todo aquello que en Europa tenía que ser suprimido, olvidado, borrado: testimonian como se había gestado la ideología de exclusión, como el nazismo se convirtió en un espejismo reluciente que prometía un futuro definitivamente cumplido. A Kafka, la tisis se lo llevó joven y no presenció la barbarie. Pero Celan sí. Y aquello que sus versos repletos de palabras precisas preservan es la vivacidad de todo un universo que fue anulado por la presión tectónica de unas ideas mortíferas.

A San Cristóbal, Elías Pérez explicó que los narradores tradicionales tsotsil asumían la misión poética de estructurar el relato y hacer tangible el pensamiento acumulado dentro de su lengua. Un poeta de esta comunidad debía tener la habilidad, la firmeza moral y la astucia para imponerse. La boca humana es aquella apertura por donde se escapa todo aquello que hemos almacenado dentro de nosotros mismos. Aquello que los ojos ven, lo explica la palabra. Exactamente igual como reflexionaba también Celan. La poesía no es el simple depósito de todo aquello acumulado en la memoria de un pueblo, sino la transformación de la percepción ingenua.

El poeta pasa las vivencias por la criba de su conciencia hasta que la boca puede hacer brotar unas palabras afiladas, unas palabras capaces de perdurar, de sostener la mirada del tiempo, de preservar también aquello que no estaba previsto que quedase inscrito dentro de una lengua. El poeta, cuando asume la misión de preservar los “grandes valores del bien”, contradice a menudo a su propio pueblo. El poeta deshace los argumentos calculadores y los atajos fáciles. Por eso, la poesía preserva bien el dolor, los miedos, la incertidumbre.

Otília Lux de Coti, avezada al activismo político, dijo con absoluta convicción: “Hablaré para tapar la boca al silencio”. Reconoció que se vestía de manera maya tradicional con el afán de provocación nada disimulado para hacer aflorar todo el racismo y desprecio hacia los indios, presente todavía hoy en todo la Mesoamérica. Entonces Tsering Kyi, tan joven y frágil cómo es, fue tomada por un temblor que apenas podía contener, hasta que las lágrimas le empañaron los ojos y los recuerdos le robaron el don de la palabra. “Sólo” tenía que presentar el caso del activista tibetano Kunchok Tsephel Gopey Tsang, leyendo una ficha biográfica, redactada en un lenguaje neutral para evitar cualquier acusación de parcialidad. Pero la chica lloró, contenidamente con aquella ternura de alguien que no está nada avezado a expresar sus sentimientos. Tsephel fue su maestro, el hombre que la ayudó a salir del país y le abrió las puertas del mundo digital, gracias al cual se ha convertido en la bloguera más leída entre la amplía diáspora tibetana.

Hacia la tarde, cuando visitamos en comitiva la Casa de Cultura de San Juan de Chamula, un grupo de mujeres tsotsiles reconocieron al instante a Tsering como hermana suya, seguramente por el parecido de las facciones, por la gracia de unos movimientos contenidos. Veo cómo la rodean y le trenzan una trenza alrededor de su cara, una trenza tradicional como la que ellas mismas traen, espontáneamente, sólo porque lo habían sentido tan inmediatamente suya. Distante, los observa con una contención todavía más grande, también extremadamente joven, Natasha Kanapé Fontaine, que vive en Quebec. Esta poeta inuit es tan silenciosa que casi no se hace notar. Hasta que toma la palabra y denuncia, implacablemente, el “racismo sistemático” que sufren en un país tan tolerante y abierto como Canadá.

Nuestra anfitriona en Chamula ha sido Enriqueta Lunez. Todavía la recuerdo en su participación en el Foro de las Culturas de 2004, en Barcelona, leyendo a pie de la escalera de la Plaza del Rey — un lugar muy significativo — sus versos en tsotsil. La poeta de Chiapas hablando ante un palacio donde, según la historia, unos reyes que tenían que construir la exclusión sistemática de su gente, recibieron “el descubridor”. En cambio, nosotros aquí, escuchando las voces de una humilde aldea de las alturas, intentamos hacer un puente frágil, una pasarela estrechada, precaria — pero posible. El pájaro de hielo de la poesía puede conectar siglos de mudez.

¿Existe un mundo anterior? El Tíbet y Chiapas tocan literalmente el cielo, los sami en Escandinavia y los inuit del Canadá viven los paisajes gélidos del Círculo Polar, también nos llegó la carta sobre la literatura aborigen de Australia, “written in the sovereign Noongar land” (“escrita en la tierra soberana Noongar”), dice la nota solemne que la acompaña. Se trata de paisajes inhóspitos, alejados de las fértiles llanuras. La vida que consigue arraigar en estas cumbres o desiertos tiene que traer por sí misma un germen de resistencia. La iglesia de Chamula — famosa por su extravagante belleza — tiene una tierra de mármol cubierta con una capa gruesa de hojas de pino secas: una vez muertos, nuestros cuerpos no se convertirán en polvo, como dice la religión de los dominadores, sino en humus, en la materia densa del sotobosque de donde volverá a brotar vida nueva... No hay que saber escribir para transmitir un mensaje tan unívoco, para contradecir la dominación simbólica, pienso con una sonrisa traviesa, mientras siento cómo cruje este tapiz vegetal bajo los pies y que me recuerda los bosques de mi dolina eslovena.

Y así avanzamos durante tres días, aprendiendo una lección detrás de otra de personas que encarnan la resistencia de sus comunidades, pero no como una abstracción, sino como un compromiso ineludible e inmediato. Ruperta Bautista insiste en la “urgencia de la palabra” para los tsotsiles, Iván Prado con una sonrisa contagiosa se esfuerza por irradiar un optimismo indestructible — sin duda parte de su estrategia de resistencia — y nos confía que los narradores quechua de Bolivia han decidido ser parte de una posmodernidad global y han formado un grupo que escribe ciencia ficción, aprovechando, está claro, el poderoso imaginario de su propia tradición. Petrona de Cruz explica que ha llevado su teatro desde Chiapas a los escenarios de Nueva York.

Nina Jaramillo es kolla de Argentina, una abogada que desde hace años lucha por los derechos indígenas. Pedro Cayuqueo tiene pasaporte chileno, pero sólo reconoce su identidad mapuche. Los dos confrontan a todos con un espejo, con aquella superficie lisa y reluciente que hay que romper con el pico afilado del pájaro de hielo si queremos comprender quiénes somos. Aquello que esclaviza y excluye a todas estas comunidades es que no tienen una imagen de ellos mismos formada en la cual reflejarse como en un espejo. Hay que superar la auto discriminación, éste es el primer paso. Jaramillo y Cayuqueo insisten en que las culturas indígenas no tienen lugar en los museos, sino en las calles, que no son parte del pasado, sino que tienen lugar en el futuro, que todos ellos representan una cultura en movimiento. A las dos orillas de un mismo río — como dice el poema de Celan citado al inicio — hay que cambiar las reglas del juego. Tenemos que dejar de ver a los indígenas como una rémora del pasado. Todos ellos forman parte de las sociedades de ahora. Muchas personas indígenas habitan hoy en las grandes ciudades, el setenta por ciento de los mapuches, por ejemplo, son urbanitas. De aquí el llamado por una “ofensiva cultural” con la intención de impregnar la cultura dominante con la presencia y la coherencia de la mirada de los pobladores originarios, con toda su diversidad. Hay que poder empezar a hablar abiertamente de todos los matices, adaptaciones y asimilaciones que los han marcado tan profundamente. Los pueblos indígenas también tienen que abandonar la idea de la pureza y ampliar el marco de inclusión dentro de su propia tradición y encontrar estrategias para poder incluir en este debate la amplia población mestiza que tiene un “conflicto con el espejo”.

Nina Jaramillo, mientras hablaba, extendió sobre la mesa la bandera de los siete colores de los aimaras. Y al acabar levantó la pluma del cóndor que había volado hasta escuchar nuestras palabras...

La opacidad del silencio

Preparando mi participación en el congreso, visualicé un vídeo de los años 1980 de la televisión pública mexicana en el cual Octavio Paz y Seamus Heaney discutían sobre las trazas que han dejado las lenguas indígenas en sus versos. Los dos Nobel destacan por su sabiduría y sensibilidad, pero convierten las lenguas subalternas en un simple residuo, valioso, pero irrecuperable. Es el “murmullo” dice Paz, un rumor imborrable, difuso y meramente estético. Todo este pasado del cual hablamos no ha dejado otro legado en la poesía universal que esas trazas inmateriales. O al menos así pensaban aquellos dos hombres tan sabios en una conversación televisada hace unas décadas.

A Chiapas, al inicio de mayo de 2019, en cambio, no han llegado aquellas cámaras de la televisión nacional. Quizás no habremos dejado ningún documento realmente perdurable. Eran las mujeres, básicamente, las que hablaban desde la experiencia directa. Porque todas estas lenguas, expulsadas de los espacios públicos, han sobrevivido en la intimidad de los hogares, en la máxima proximidad. Las mujeres ahora han aprendido a escribir teatro y prosa y versos, se han formado y se han convertido todas ellas en los alciones de pico afilado, capaces de romper el hielo de la indiferencia. Luchan audaces para preservar la tradición llena de pérdidas y de dolor que los ha sido legada, muy conscientes de la importancia de su papel. Desde Chiapas a Quebec, de Quebec al Tíbet, del Tíbet a los samis de Finlandia, la poesía de los pueblos que tenían que haber sido desarraigados hace siglos ahora tiene el acento de mujer y una valentía tan decidida que me parece que no será ya fácil convertirlas nunca más en un murmullo. Ya al aeropuerto de vuelta, leo un poema divertido de Pirita Näkkäläjärvi que habla del hecho que las mujeres occidentales se tienen que depilar sin cesar, no fuera caso que nunca ningún pelo vaya a parar a la boca de sus amantes. El atrevimiento, para no decir insolencia, de la poeta sami me hizo reír en voz alta. Las voces supuestamente más frágiles que nosotros, nos observan, nos juzgan, nos sostienen el espejo. Vale más escucharlas.

No puedo acabar con ningún tipo de nota optimista. El hielo que petrifica las lenguas y las convierte en discursos excluyentes y sordos se continúa formando. Hannah Arendt iba a la escuela con una instrucción muy clara de su madre. Si los profesores decían cualquier cosa en contra del hecho que ella era judía o en contra de los judíos en general, la niña se tenía que levantar, recoger sus cosas sin decir nada y marchar hacia casa.

Una semana más tarde, participo en un mini simposio en la Universidad de Lugano sobre los Estados multilingües. El ambiente es cordial y comprometido, me siento parte de esta mezcla de altos funcionarios y profesores suizos, de traductores y gestores culturales canadienses. El país que hace la tercia es España y la represento yo con una conferencia sobre la novelista Mercè Rodoreda, que pasó la mayoría de su largo exilio en la ciudad de Ginebra, donde escribió también su novela más conocida y traducida, Plaza del Diamante. En la escena final del libro, unos pajaritos remueven el cielo, capturado en el espejo del charco, con los picos y lo mezclan todo — los ideales más nobles y los deseos más vulgares — en un agua fangosa: “contentos, contentos”. Intento explicar con esa escena literaria el inconformismo de las últimas décadas en Cataluña. La gente ya no nos dejamos convencer fácilmente y ya no basta con simples gestos para tenernos “contentos”.

Fabio Pontiggia, director de Corriere del Ticino, es encargado de presentarme y de conducir un pequeño coloquio posterior. No me dirige ninguna pregunta, me denomina con una impertinente socarronería “la professoressa”, citándome en tercera persona como si no fuera a su lado. Y entonces en lugar de una conversación, pronuncia un discurso patriotero y sentimental que dura el doble de mi conferencia. Se considera un testigo de peso de la situación actual catalana porque su madre vivió en Barcelona durante el franquismo y con esto está convencido de ser un testigo privilegiado de cómosomos los catalanes. En cambio, el moderador no me concede ningún crédito porque hace sólo treinta años que vivo en Barcelona. Sin hacer ruido, me levanto de la mesa que compartimos, bajo del podio y me siento en un rincón de la sala. Dejo que Pontiggia acabe su discurso aprendido de memoria — que me confirma que debe de haber directivas coordinadas a nivel nacional— con todos los argumentos estándar contra el proceso catalán. Todas las acusaciones se basan en meras aproximaciones y los entimemas más estrafalarios. Lo escucho y pienso en Hannah Arendt, en el silencio obstinado que le exigía su madre de muy pequeña. La lengua española que utilizan todos estosaparachicsse está convirtiendo en el Newspeak orwellià, en la Lingua Tertii Imperii de Víctor Klemperer, en la dureza de acero de los diplomáticos soviéticos. ¿No se dan cuenta del mal que hacen a su propia comunidad convirtiendo las voces más influyentes en meros transmisores de órdenes dogmáticas?

Cuando una lengua se ha vuelto de hielo, opaca, impenetrable, uniformada, insensible e insensibilizadora, hay que resistirla con el silencio. No tiene ningún sentido contraargumentar, no hay que ofrecerse como presa fácil de unas manos que están entrenadas a torcer los dedos a unos contrincantes que ellos consideran tan ostensiblemente inferiores. Hay que aprender de los que han sabido construir la resistencia desde dentro. Hace falta cavar en la profundidad de nosotros mismos, saber y querer saber quiénes somos, cómo somos, por qué somos cómo somos. La respuesta no se la debo a un periodista de bigote nostálgico, sino a mí misma, y a vosotros: ¿qué hielo tenemos que romper los catalanes para poder ser el que somos? ¿Nos sabemos mirar al espejo? ¿Reconocemos en el reflejo también las insuficiencias y las frustraciones?

La pregunta básica es, pues, ¿hasta dónde llegan nuestras palabras? ¿Se quedan sólo en la superficie? ¿Se reflejan en el agua, contentas de su propia imagen? ¿Utilizamos las palabras sólo para comprobar la facilidad de la comunicación? Pocos, en cambio, saben cómo llega a ser de doloroso conseguir que las palabras rompan la capa de hielo cristalina que envuelve la realidad. Para hablar con intensidad poética, hay que romper el espejo de la lengua. La lengua no es un acceso directo a la vivencia. La lengua es un sistema de códigos que compartimos y que nos permite hacer paralelismos y con esto nos permite entendernos. Gracias a la lengua, podemos transmitir las experiencias y acumular la memoria. Pero por esta misma razón, la lengua como tal tiene la tendencia a la inercia y la uniformización.

La palabra poética pretende cumplir con la función de un pájaro de hielo que nos tiene que transportar debajo de las imágenes habituales, debajo de los conceptos asentados, debajo de la comunicación entendida como un trato comercial para conseguir las cosas. La palabra poética no es un consuelo de pertenecer a una comunidad que nos acoge y nos mece con un sentimiento de pertenencia fácil.

Querer transmitir aquello que una comunidad lingüística encuentra molesto, o innecesario, no es nunca fácil, sino que requiere una audacia extrema. Los obstáculos son mayores, a veces parecen invencibles. El mensaje de la necesidad de la preservación de las lenguas pequeñas suena hermoso y tiene siempre como un regusto de heroísmo y de nobleza. Pero hay que ser muy prudente, muy responsable. Haber sufrido la represión no da el derecho de imponerse sin miramientos a ninguna comunidad.

Tanto en los versos de Celan como en las voces de los poetas lejanos resuena la confianza infantil de reconocer las plantas de la niñez y los minerales que perduran más que cualquier idea humana. Recuperar los nombres exactos de cada cosa es abrir la lengua hacia la profundidad. Gracias a este procedimiento de la memoria poética, la belleza rompe el hielo de la indiferencia. Y entonces, la denuncia ya no es sólo un eslogan, supera incluso el grito de un testimonio estremecedor. La poesía nos devuelve los sabores de un mundo supreso, anulado, borrado. Podemos comprender así la dimensión inmensa de una pérdida irreparable que significa perder una lengua o la capacidad de comunicarse en ella públicamente.

La lengua es una herramienta muy sensible y si la utilizamos como un bumerán, se volverá delgada, repetitiva, ostentosa y vengativa. Una lengua hecha de eslóganes no podrá nunca enriquecernos ni servirá de ningún apoyo útil. Tenemos que pervertir todas las metáforas de exclusión, destruir la intención vil de mantener las culturas débiles sin acceso a ninguna cohesión social y visibilidad política. Tenemos que cambiar las reglas del juego y reclamar, decididamente, la posibilidad de un futuro.


[1] Fragmento del poema del libro Sprachgìtter, 1959, incluido en Comprender detraído, Werner Hamacher (ed). Trad. de Niklas Bornhauser Neuber. Santiago de Chile: Metales Pesados, 2018, p. 423.

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