Caracas, la ciudad de las moscas
Todo empezó por las moscas. Una mañana, desperté, salí de mi cuarto a una cita cotidiana con El Ávila[i], y allí estaba, como siempre: ese portento de 2.200 metros de altura que bordea el valle de Caracas. Siempre que duermo en mi casa, miro esta montaña apenas abro los ojos. También la beso en la distancia. Es mi “buenos días” contra el desaliento.
Durante el año, esta montaña ―cuyo nombre indígena es Guaraira Repano― viste distintos matices del verde. Si llueve mucho, llega a tener un tono oscuro, como verde petróleo. Algunas veces se seca tanto que cambia su traje por uno marrón claro, casi gris. Algunas veces, el fuego arrasa con buena parte de sus 85 mil hectáreas y deja su piel al descubierto, de un marrón oscuro, como de carne quemada. En otras oportunidades, cuando llueve, las nubes arropan su cumbre, como si fueran sábanas. Incluso un rayo de sol la roza y produce un efecto alucinante. Nada, ni su piel cortada por el fuego como un cuchillo ardiente ni las cicatrices de tantas heridas, hace que esta montaña pierda su belleza. Solo mirarla me alivia el alma.
Aquella mañana, salí a la sala, me detuve a recibir los rayos del sol que entraban por mi ventana; me disponía a mi ritual de acariciar con la mirada a mi amada montaña. Entonces, vi a las malditas moscas. Allí estaban. Otra vez dañando mi cita con El Ávila.
Revoloteaban por todas partes. Tomé una toalla y empecé a perseguirlas. Ellas iban hacia la ventana, hacia la luz, buscando escapar. Tropezaban con el vidrio. Las veía intentando huir y empecé a aplastarlas. Durante unos minutos, disparé toallazos a diestra y siniestra. Algunas lograron librarse de mi furia, pero tanto agite me despertó una lesión que tengo en el hombro. Supe que, por más que quisiera matarlas a todas, no podría hacerlo, ni yo sola ni mucho menos con una toalla.
Cuenta una leyendaque El Ávila o Guaraira Repano es una ola congelada. Que una diosa iba a castigar a los primeros pobladores del valle caraqueño y, antes de que el agua arrasara con la humanidad, la diosa oyó las plegarias de los indígenas y convirtió la marea en una suerte de rompeolas. Hay otras versiones sobre el nombre originario e incluso sobre cómo se escribe. Toda mi vida la conocí como Cerro Ávila, nombre que le otorgaron durante la conquista española, pero hace unos ochos años, el gobierno revolucionario de Venezuela decidió cambiarle el nombre por el originario. Aquella vez, se desató una polémica no resuelta: cómo se escribe: Guaraira Repano, WarayraRepano, WayraRepano.
Ese gran cerro separa el mar Caribe de la capital de Venezuela. Es como un muro cariñoso que, sin duda, se ha levantado como símbolo de Caracas. Solía caminar por sus senderos hasta llegar a alguno de sus picos, o correr por su cortafuego. Con el tiempo, dejé de subir a varios de sus lugares. Por eso no uso cortinas en las ventanas, porque me encanta que entre la luz libremente y ver El Ávila, que todos los días parece distintas versiones de un lienzo.
Pero ahora, en mi casa hay moscas. Son insectos a los que les tengo asco. Tal vez hasta miedo. Algunos dirán que fobia.
Cuando las bichas invadieron mi casa, recordé cómo un mesero de un modesto restaurant donde a veces almuerzo mató varias moscas graciosamente con solo girar una raqueta eléctrica. Entonces compré una. Esperaba ansiosa llegar a casa para iniciar mi misión.
Intenté usar mi gadget exterminador, para descubrir que las moscas salen volando hacia el lado contrario cuando las persigues, y es inútil jugar al tenis con ellas: allí están, tercas como siempre, bandidas, no se van... Es difícil matarlas con insecticidas en un país donde escasea la comida, ni hablar de algo tan exótico como un veneno contra esos bichos.
Mi mamá me ha dicho: “Deja las moscas en paz, que te vas a volver loca”.
Esa frase fue como un chispazo. “¿Por qué unos insectos me molestan tanto?”, me pregunté.
Asco, rabia, impotencia. ¡Las moscas!
Vivo en el centro de Caracas, en una modesta urbanización con pocos años de construcción. Kilos de desperdicios han sido desperdigados por las calles durante este último año. Algunas veces hay indigentes que abren las bolsas para encontrar algo de comida, otras veces son los perros callejeros; también, los responsables del aseo de la ciudad no pasan a recoger la basura. En algunos barrios la queman; en otros, esperan con paciencia que la lluvia arrastre los residuos.
Tanta porquería es el hábitat perfecto para las moscas. De nada sirve que yo no vaya a donde ellas están, ellas decidieron venir a donde yo estaba. A mi refugio. Una nube de moscas se ha posado sobre mi ciudad.
Como muchos en Venezuela, he hecho una burbuja para protegerme de las hostilidades del mundo exterior. Aprendí a comprar la cantidad justa de alimentos, ya no uso el Metro, evito caminar en la calle durante la noche, le pido a mis amigos del extranjero que me lleven algunos medicamentos, sobre todo para mi madre y mi hermana.
En esa burbuja me refugio para que las agresiones por ser periodista no me golpeen tan duro, de los dolores cuando veo emigrar a un colega, cuando veo callar a otro, cuando un funcionario le despoja a algún periodista de su pasaporte sin ninguna explicación, cuando hombres vestidos de negro lo llevan a declarar ante los cuerpos de seguridad sin respetar ninguna norma.
Cuando alguien intenta abrir un hueco en mi burbuja, sé cómo defenderme. A veces ataco, a veces huyo. La mayoría de las veces funciona. Espanto al depredador con palabras, que son como flechas directas. Otras veces me pongo a resguardo y guardo silencio.
Con las moscas, esto no funciona. Ellas no respetan barreras.
La rabia.
Conversé con un especialista sobre este episodio. Quise saber por qué no toleraba el asco hacia esos insectos, si he sido capaz de soportar los hedores de miles de personas hacinadas en un refugio, he visto gente dejar las entrañas en las calles vomitando, he visto gente comer de la basura, he visto crecer niños y niñas en las calles. He contado historias de víctimas de la delincuencia, de personas linchadas, de agresiones diarias.
La angustia.
El especialista me comenta que percibe en mí una especie de angustia.
Me pregunto a mí misma: “¿De qué?”
Permanezco en Venezuela por decisión propia. He fundado un medio emergente con dos colegas valientes y un equipo comprometido con el periodismo y con Venezuela. En tres años hemos recibido varios reconocimientos, entre ellos, el premio Gabriel García Márquez. Nuestro medio se llama Efecto Cocuyo. El cocuyo es un insecto luminoso, propio del Caribe. Surgimos en 2015 cuando la oscuridad ya recorría el ecosistema de los medios en mi país. Cuando la censura fue avanzando y la autocensura selló algunos labios. Trabajamos con la gente y nos concebimos como una plataforma desde donde podemos emitir pequeñas chispas de luz, que junto con otras podemos iluminar una nación entera. Un cocuyo es un insecto romántico. Durante las noches, puedes ver titilar sus luces; algunas veces, es un baile de cortejo; otras veces se agitan y se encienden para asustar al depredador.
El miedo.
Lo conozco. Pero no me detiene. No porque tenga un carácter valiente, sino porque me acostumbré a buscar la luz. A no tener cortinas en mis ventanas. Mi primer día de trabajo como joven reportera fue el 4 de febrero de 1992, cuando un teniente coronel ―que luego fue presidente― dio un golpe de Estado. Aquella vez, mi madre me rogó no salir a la calle. No le hice caso.
Toda mi vida como periodista ha estado marcada por los cambios políticos de mi país, por la violencia. Sin embargo, no creo que sea comparable a lo vivido en 2017, cuando mi equipo de jóvenes periodistas debía salir a la calle con cascos blindados, chalecos antibalas, máscaras antigás. Entre ellos iba mi hijo, que es fotoperiodista.
Cada vez que algún joven era herido, capturado o asesinado, me dolía como si se tratara de mi propio hijo. Sin embargo, nunca le he podido decir que no salga a la calle. En abril de 2017, él cubría una manifestación. Ni siquiera era su pauta, se la encontró mientras iba camino a la oficina. Un Guardia Nacional lo golpeó en el rostro. Yo no supe nada, sino cuando me enviaron un video. Vi al agresor acercarse y asestarle el golpe en el rostro. Publiqué el video en mi cuenta de Twitter con una escueta leyenda.
Esta generación de jóvenes periodistas ha crecido a sangre y fuego. Han visto como otros de su misma edad han dejado la vida en las calles, luchando por algo que no conocieron: la libertad. Han vivido con las angustias de sus padres, que a cada momento les preguntan dónde están; han abandonado la vida nocturna en la calle, en los bares. Y sin embargo, sonríen; sus corazones vibran de emoción al cubrir una historia, al mostrar los abusos, los excesos del poder; al contar lo que el gobierno no quiere que sea narrado.
La impotencia.
Caracas, mi ciudad, a la que El Ávila protege, tiene otros símbolos. Las guacamayas, por ejemplo. Son aves amazónicas que llegaron hace unos 20 años y se han reproducido en plena urbe a pesar de los disturbios políticos y los gases lacrimógenos de los últimos tiempos. En muchas zonas, las bandadas vuelan a las cuatro de la tarde. Hacen en el aire una danza de colores azul y amarillo mientras parlotean. También hay bulliciosas bandadas de loros y pericos. Algunas veces, mientras escribo, los escucho mientras descansan en un árbol flacucho que está frente a mi ventana. Cuando se posan en esas ramas endebles, levanto la mirada y los veo durante un rato. Algunas mañanas me despiertan como si fuese un grupo de vecinos hablando. En algún momento, la propaganda del gobierno bautizó a Caracas como la ciudad de las guacamayas.
Durante el último año, ha proliferado también otra ave. Son negras y miden más o menos medio metro. En Venezuela se les conoce como zamuros. Son una especie de buitre americano carroñero. Vivo en un piso 9 de un edificio de diez pisos. En la azotea de mi edificio he visto detenerse a los zamuros y, a veces, en otras zonas de la ciudad, he escuchado sus graznidos. Se posan en lugares altos, avistando dónde comer. Afortunadamente, nunca han entrado a mi apartamento, aunque sí lo han hecho en el apartamento de un colega. Solo imaginar a un zamuro en la sala de mi hogar me aterra.
De todas maneras, he empezado a cerrar las ventanas de mi casa.
No entran zamuros, pero las moscas logran pasar. Lo hacen por cualquier pequeño resquicio. Se posan en los vidrios de mi ventana. Me impiden ver mi montaña con tranquilidad; también siento que espantan a las guacamayas. Cada uno de estos asquerosos bichos es como un alfiler que pincha mi burbuja. A veces temo que la puedan reventar. De nada vale que preserve mi espacio, que mantenga las ventanas cerradas, que les dé toallazos, que use vinagre para espantarlas. Las moscas no respetan límites.
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Luz Mely Reyes es periodista venezolana, cofundadora y directora del medio digital independiente Efecto Cocuyo. Ha sido galardonada con el International Press Freedom Award 2018.
[i]N. del E. “El Ávila” es una montaña que forma parte del “Parque Nacional El Ávila”, y conforma una gran reserva natural. La vista desde la ciudad de Caracas es monumental.