Despertar a la pesadilla de todos los días
En un pasaje de El hombre en busca de sentido, Viktor Frankl cuenta cómo una noche, durmiendo en una barraca de uno de los campos de concentración en los que estuvo internado, vio a un compañero respirando y moviéndose agitado en medio del sueño en lo que, a todas luces, se trataba de una terrible pesadilla. A punto de sucumbir al piadoso propósito de librarlo de ella, se detuvo al pensar que allí estaba a salvo de la pesadilla que suponía la vida en ese infierno, de la cual estaba descansando al menos unas pocas horas.
La anécdota, sorprendente y terrible, se puede entender cuando toca vivir bajo ciertas condiciones. Como en la Venezuela del “socialismo del siglo XXI”. Bajo el manto de una delgadísima capa de aparente normalidad, la gente despierta todos los días a una larga pesadilla que ha ido creciendo en intensidad y en voracidad hacia cada rincón de la vida cotidiana. Y todos los días, fingiendo estar en control de sus vidas, salen a la calle a enfrentarse a otro episodio más de una locura orquestada que pone a prueba su capacidad de resistencia. Y su cordura. Sobre todo, en aquellos en edad para recordar que Venezuela llegó a poseer una de las monedas más sólidas del continente y una economía pujante que atrajo a personas de diversos rincones del mundo que huían de la pobreza, de gobiernos totalitarios o de guerras. Ese país petrolero, con una economía pujante hace apenas treinta años, hoy luce tan lejano e irreal que habrá quien se pregunte, con genuina perplejidad, si no se tratará de un cable suelto chisporroteando recuerdos en su mente de cosas que no pasaron, de un espejismo de la memoria.
Y aunque la vida cotidiana en la Venezuela del siglo XXI es dura (desabastecimiento de alimentos y medicinas, hiperinflación, constantes apagones, racionamiento de agua, transporte público colapsado, largas filas para adquirir insumos básicos como el gas doméstico, por nombrar algunas calamidades cotidianas), el que amanece en su cama cada mañana y llega a ella cada noche puede sentir una fortuna que otros compatriotas quisieran para sí.
El Helicoide es un edificio cuya construcción se inició bajo el gobierno del penúltimo dictador de Venezuela, Marcos Pérez Jiménez, derrocado en 1958. Se supone que iba a ser un centro comercial de varios pisos, al cual se podría visitar enteramente sin tener que abandonar el carro. Ostentosos delirios de un megalómano, como corresponde a todo dictador, al frente de un país lleno de riquezas en un subcontinente lleno de carencias.
Muy asociada a su principal promotor, a la caída del dictador, la edificación quedó condenada al olvido. Se convirtió en una incómoda ruina sin gloria ni pasado, en un cadáver insepulto. Hacia los últimos períodos de los gobiernos de la democracia, se intentó darle variados usos, temporales y erráticos, como un accidente vergonzoso del cual nadie se quiso hacer cargo.
Hasta que llegó 1998.
Con él, Hugo Chávez, un teniente coronel que tomó el poder por los votos luego de que había intentado, años atrás, dar un golpe de Estado a un presidente constitucional. Y como el insepulto Helicoide, junto a él retornó el fantasma de las cuentas no saldadas, como la de un pueblo que comenzaba a sentirse fuera de la prometida modernidad; el cual, en lugar de aspirar a la justicia, se contentó con la venganza de la mano del populista que, a la par de dar a un sector de la población el espectáculo que los distraía, desmontó de forma sistemática toda la institucionalidad de un país que, con sus imperfecciones, había gozado de una democracia de 40 años.
Y el chavismo supo dar a El Helicoide un uso acorde a condición de obra de un dictador, convirtiéndolo en la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), policía política creada por Chávez—una especie de Gestapo tropical y caótica que ha acumulado un largo expediente de violaciones de Derechos Humanos.
Al Helicoide suelen llevar a los presos políticos. Pero también a delincuentes comunes. Y a personas secuestradas en oscuras operaciones criminales por parte de sus operadores, quienes parecen poseer una autonomía que no responde a estructura jerárquica alguna. No, al menos, formal y visible. No son pocos los prisioneros a los que un tribunal ha expedido su boleta de excarcelación que permanecen allí por orden de quien sea que toma las decisiones allá adentro.
Pero no es este el único centro de detención del Sebin. En Plaza Venezuela, una zona céntrica de Caracas, se encuentra un edificio blindado, sólido, de apariencia inexpugnable, protegido con altos muros y fuertes rejas detrás de las cuales se pueden ver hombres vestidos de negro portando armas largas, platicando indiferentes, como si en las entrañas de esa edificación no se estuviesen escenificando algunas de las historias que, eventualmente, llevarán a toda una estructura de mando a la Corte Penal Internacional.
En sus sótanos funciona La Tumba. Allí, cinco pisos debajo de la tierra, mantuvieron prisionero a Lorenth Saleh, un joven de 30 años deportado de Colombia por el entonces presidente de ese país, Juan Manuel Santos, sin que mediara juicio o procedimiento legal alguno. Allí pasó parte de los cuatro años que estuvo en poder de sus captores, torturado y aislado, hasta su extrañamiento con destino a Madrid, sin que pudiesen comprobarle ni uno de las decenas de cargos que le imputaron. Allí, desde el piso 10, “cayó” el cuerpo del concejal Fernando Albán, tres días después de haber sido secuestrado en el aeropuerto de Maiquetía, al que arribó desde Nueva York como parte de la comisión de políticos de oposición que denunció al régimen de Nicolás Maduro ante las Naciones Unidas. Tratándose de un ferviente católico, nadie compró la historia de su suicidio. Allí entra gente que un día (una noche, para ser más precisos) es sacada de su casa, así tenga inmunidad parlamentaria, sin que medie orden de juez alguno y, al traspasar las rejas, su vida entra a un limbo sin jurisdicción conocida. Allí, en fin, está el poder sin rostro del país.
“Alguien debió de haber calumniado a Josef K. porque, sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido”, cuenta Franz Kafka en su famosa novela El proceso. Como el personaje de Kafka, Luis Rafael Colmenares fue detenido un día de febrero de 2015, cuando volvía a su casa en Maracay, capital del estado de Aragua, sin haber hecho nada malo. Como el personaje de Kafka, era empleado bancario (cajero de una agencia bancaria, específicamente). Pero, a diferencia de aquel, que nunca supo de qué se le acusaba, a Colmenares lo acusaron de formar parte de un complot para asesinar a Nicolás Maduro, pilotando un avión tucano para perpetrar el atentado. Estuvo preso hasta este año, que fue liberado. Unos militares que involucraron en ese caso, al que le dieron por nombre “El Golpe Azul”, no corrieron con la misma suerte. Liberados en la misma fecha, a los pocos días volvieron por ellos. Aún continúan presos, como varias decenas de oficiales de los distintos componentes.
¿Otro caso kafkiano? El de Pedro Jaimes Criollo, apasionado de la climatología y la aeronáutica, temas sobre los cuales escribía en su cuenta de twitter, quien publicó el pasado 3 de mayo de este año una imagen del espacio aeronáutico venezolano que incluía la ruta del avión presidencial. Siete días después, volviendo a casa con un sobrino, fue interceptado por una comisión del Sebin que se lo llevó a la fuerza para interrogarlo. Aún sigue detenido sin que la familia sepa de qué se le acusa ni cuál es, exactamente, su lugar de reclusión.
Y así, por las más diversas razones, al día de hoy se contabilizan 234 presos políticos, según una lista elaborada por la ONG Foro Penal. Y no necesariamente por ejercer la política, valga recalcar.
Comenzó con un “Patria, socialismo o muerte”. Y en el ínterin, mientras no aceptábamos el “socialismo” recibimos muerte. Pero esa ruleta, que gira incesantemente deteniéndose cada tanto para apuntar a cualquiera, no solo la maneja la siniestra mano del Sebin. Un recién creado cuerpo, las Faes, grupo de exterminio de la Policía Nacional Bolivariana, ha sido muy proactivo en eso de hacerse su espacio en ese festín de la muerte. Este grupo ejecutó la masacre de Oscar Pérez, un funcionario de un cuerpo de élite de la policía científica que se sublevó y llevó a cabo un par de golpes propagandísticos sin bajas que lamentar, y quien fue acorralado junto a su grupo de seguidores en una casa de las afueras de Caracas y ejecutado con una andanada de disparos de todo calibre, incluyendo armas antitanques, a pesar de que habían mostrado disposición a rendirse. Este hecho ocurrió prácticamente en vivo, ya que Pérez trasmitía por Twitter mientras se llevaba a cabo la masacre, que incluyó una mujer embarazada.
Durante las protestas de 2014, hubo decenas de estudiantes asesinados, presos y torturados. En las de 2017, llevadas a cabo contra la imposición de la Constituyente, la represión produjo más de cien asesinados, diez de ellos, al menos, el mismo día de la elección del ilegítimo instrumento.
Y está el DGCIM (Dirección de Contrainteligencia Militar), y el GAES, adscrito a la Guardia Nacional Bolivariana. Y los grupos parapoliciales irregulares, utilizados para someter a la población durante las protestas. Las llamadas OLP (Operación de Liberación del Pueblo), tomas masivas de los barrios pobres por parte de comisiones mixtas de estos grupos, dejan decenas de crímenes a su paso. Amnistía Internacional denunció que, desde 2015 y hasta junio de 2017, se produjeron en Venezuela más de 8.200 ejecuciones extrajudiciales.
Las marcas de los golpes más duros tardan en manifestarse. Van por dentro. Son difíciles de apreciar para quienes se ven a diario. Son solitarios temblores de la tierra que agrietan cimientos y van resquebrajando paredes, lenta pero indeteniblemente. Se ve en la mirada. En una fatiga en el semblante, en cierta actitud ausente, como de quien perdió algo consustancial a su paso por la tierra.
Muchos venezolanos tratan de fingir que no viven en la pesadilla. O intentan no pensar mucho en ello. Al menos, duermen en sus camas. Sin saber cómo, se aferran a una esperanza. “Esto pasará”, se dicen, mientras se empecinan en recordar todos los días que la normalidad es un término estadístico, y que llegará el día que toque reconsiderar los aspectos que la componen para vivir una vida realmente normal.
Mientras, despiertan todos los días a la pesadilla, tratando de construir, inmersos en ella, el sueño de una vida común y corriente, donde no haya sobresaltos y hasta tengan ocasión de aburrirse.
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Héctor Torres (Caracas, 1968). Narrador y editor. Autor de los libros de cuentos El amor en tres platos (2007) y El regalo de Pandora (2011), de la novela La huella del bisonte (2008) y de los libros de crónicas Caracas muerde (2012), Objetos no declarados (2014) y La vida feroz (2016). Es coeditor del sitio www.lavidadenos.com